1 de abril de 2012

Sin título (provisionalmente)

Ella llegó, como tantos otros estudiantes con una beca Erasmus, a mi ciudad a principios del segundo cuatrimestre. El curso ya iba por la mitad, y ya conocíamos casi todo lo que nos esperaba hasta julio. O eso creía yo.
Los profesores serían los mismos, mi Facultad sería la misma, las asignaturas, en esencia, serían también las mismas. Creía que mis compañeros serían también los mismos, no contaba con que alguien como ella llegase sin avisar.
Uno de los primeros días de clase después del período de exámenes, una chica que no conocíamos se nos acercó a preguntarnos cómo podía llegar a un aula. Tenía un ligero acento que la descubría como un nuevo Erasmus, pero no nos decía de dónde era, y podía adivinarse desde lejos su inocencia y amabilidad. Le preguntamos sobre su horario, y descubrimos compartiríamos varias asignaturas, especialmente las optativas.
Me cayó muy bien desde el primer día. Siempre sonriente y positiva, transmitía un mensaje de calma y de bienestar. Tenía una sonrisa preciosa, y unos ojos grandes, claros y siempre muy abiertos, muy atentos a todo lo que le decías. Entendía y escuchaba, asentía con la cabeza cuando le contabas cosas, y era muy expresiva. Era alta y delgada, tenía el cuerpo de una modelo, aunque vestía simple y austera; jamás le vi presumir de cuerpo, maquillarse, usar pantalones cortos, camisetas de manga corta, o escotes. Cada vez que alabábamos alguna cualidad suya (lo bien que hablaba inglés, o el poco acento español que tenía, por ejemplo) siempre contestaba quitándole importancia a todo el esfuerzo que le había costado.
Guapa, humilde, tranquila, atenta, simpática. Se hacía querer.
A los varios días de conocerla, de encontrarme con ella y quedar hablando antes de entrar a una clase, descubrí que la sentía especial al resto de las chicas que había conocido hasta ahora. Siempre tuve una visión pesimista del resto de las mujeres (entre las que me incluyo), pero ella se escapaba a todos los tópicos que me había armado en la cabeza. No era retorcida, ni parecía que le diese a todo un segundo significado. No parecía tampoco ser capaz de hacerle mal a nadie, por ninguna razón. De alguna manera, me recordaba a la inocencia de algunos niños, una inocencia tierna.
Aún recuerdo el día en el que fui a la puerta del aula donde tendríamos la siguiente clase unos diez minutos antes de que empezase, solo para ver si ella también se adelantaba y podía hablar con ella un rato más que de costumbre. Cuando apareció por las escaleras sonreí, me sentí contenta de que llegase para poder estar con ella.
Pero también me dio de qué pensar. Siempre me declaré heterosexual, e incluso tenía, y a la hora de escribir esto, tengo novio. Los novios anteriores y los líos que tuve antes de conocerla siempre fueron chicos, las chicas nunca me llamaron demasiado la atención. Algunas admitía que eran guapas, tenían buen cuerpo o eran atractivas, pero nunca me habían gustado de una manera más personal, más interior. Ella me llegó a dónde no me había llegado nadie.
Pasé unos días confundida, pensando en ella, en lo que yo empezaba a sentir, y en cómo podía ser posible. Ella era diferente a todas las mujeres que siempre conocí, pero no entendía por qué me hacía sentir así. Pensaba en ella, y yo sonreía. Pensaba en poder abrazarla, y sonreía todavía más. Desde hacía mucho tiempo (un poco menos del que llevaba con mi novio) no me sentía así. Estaba confundida, no sabía exactamente qué me estaba pasando.
Un día, cuando acababa de descubrirlo, después de comer, y cuando faltaba casi una hora para volver a las clases (una de las que compartía con ella), me la encontré cabizbaja en un banco de la Facultad. Me paré a hablar con ella, y me confesó que no tenía un buen día. Un profesor se había portado injustamente con su clase, echaba de menos a su familia, y algún que otro problema. Después de contarme eso volvió a sonreír y dijo algo de “pero no es nada”. Físicamente se veía que era frágil, pero nunca la había visto tan… débil. Fue la primera vez que tuve ganas de verdad de abrazarla fuerte, de intentar consolarla como fuese. Sin embargo, no lo hice. Todo lo que hice fue quedarme de pie, mirándola mientras yo me ponía nerviosa, sin saber qué decir. Me hizo sentir especial para ella que me confiase sus problemas, y me quedé con ese pensamiento sin saber qué más decir. Creo que le dije si quería ir a dar una vuelta alrededor de la Facultad para pensar en otras cosas, pero me dijo que no hacía falta.
Me sentía tonta e impotente. Por un lado, yo tenía novio. Es un chico maravilloso, atento, guapo, responsable, y me hace sentir perfecta cuando estoy con él. En momentos más íntimos siempre me sentí completa a su lado, y me atrae como pocos chicos lo han hecho a lo largo de mi vida. Yo a él lo quise, lo quiero, y lo querré. Entonces, ¿por qué me gustaba ella de esa manera? ¿Es que de repente me gustaban las chicas, o solo me gustaba ella? Y sobre todo, si me sentía tan completa y tan feliz con mi novio, ¿por qué sentía eso por ella? Al intentar responder a esa pregunta, no encontraba otra respuesta que “no puedo sentirme de ninguna otra manera frente a ella”.
Sabía que con ella no podría intentar nada nunca. Ella era de un país de Europa del Este, seguro que un país menos tolerante y abierto que España, y no sabía qué reacción tendría frente a una relación con una chica. Pero plantearme siquiera la opción de poder llegar a preguntarle sobre el tema me parecía imposible: no voy a cambiar a mi novio por nada ni por nadie. Y lo que más me pesaba de todo: ella en junio se volvería a su país y lo más probable es que no volviese a verla nunca más; no podría arriesgar, ni a mí ni a mi relación, por una persona que, de todas maneras, se iba a ir en tres meses y no volvería a ver.
A partir de tomar esa decisión, me concentré todo lo que pude en no mostrar nada que pudiera llevar a pensar que ella me gustaba. Intentaría ocultar lo nerviosa que me ponía cuando estaba a su lado, volvería a sentarme a esperar a las clases a las horas de antes… y haría lo posible porque nadie se enterase. Por ella, pero sobre todo por mí. En mi clase se declaran muy tolerantes, pero cualquier cosa que se salga de la “normalidad” y heterosexualidad se toma con bastantes burlas e indirectas durante meses. Yo seguía sin poder imaginarme qué respeto tendrían por los homosexuales o bisexuales en su país, o cómo actuaría ella.
Una noche, poco tiempo después de esto, soñé con ella. Fue el sueño más extraño, más perturbador y más real que tuve en mucho tiempo. En él, primero, el chico de la cafetería, que no conocía de nada, mientras me servía la comida me decía algo de ella. Algo sobre que había vuelto con su novio y que si yo comía tan poco nunca la iba a conquistar. Le contesté que no sabía a qué se refería y me fui a comer a una mesa alejada. Más tarde ese chico me descubría llorando de rabia y de impotencia por los pasillos de mi Facultad. No sé qué me dio más rabia de esa parte del sueño: si ella estuviese con un chico o que el de la cafetería supiese lo que yo sentía.
Más tarde, y después de mucho pelear con ese chico, me atreví a decirle que sí sabía de qué me hablaba, y le pregunté cómo había adivinado lo que sentía. Solo me contestó un “se te nota en los ojos”. Lo que siempre me dio más miedo era que se supiese que ella me gustaba, que dejase de ser algo mío interior y que todo el mundo pudiera leerme y enterarse de todo.
Lo siguiente del sueño es una especie de acto, donde los Erasmus tenían que hacer alguna pequeña representación. Ella hacía una especie de baile, ligero, armónico, agradable, y mientras bailaba lentamente, decía algo de que en su corazón solo tenía espacio para dos personas, y mientras me miraba a los ojos, me decía que yo no era ninguna de ellas. Me dolió como si fuera real, como si me lo hubiera dicho uno de esos días en los que nos sentábamos a hablar de los profesores, los exámenes, o sitios que había que visitar en nuestra ciudad.
Lo último que recuerdo del sueño fue una representación teatral a cargo de dos ilusionistas. Uno decía poder hipnotizar y encantar a la gente. Estábamos cientos de alumnos sentados en una grada, y el chico de la cafetería, que seguía hablándome de ella, estaba a mi lado. Un par de asientos más allá estaba ella, sentada sola entre varios asientos vacíos, con las manos cruzadas sobre las piernas, como siempre, y con su mirada atenta y tierna mirando a los ilusionistas. Uno de ellos se acercó a mí y me preguntó qué quería que hiciese, qué persona quería encantar. Le contesté que no quería cambiar a nadie, pero él solo dijo “ya sé, ya sé…”, y se acercó a ella. Le atrapó la mirada, y le dijo que a partir de ese momento me iba a querer a mí y a nadie más. Cuando deshizo el enlace que había formado con ella, ella giró la cara hacia donde estaba yo y me dijo “ya solo tengo sitio para ti en mi corazón”.
No desperté inmediatamente, pero es lo último que recuerdo. El sueño me asustó, y sentí miedo durante unos segundos, por si en verdad era tan visible todo lo que ella me gustaba. Me dio miedo que cualquier día la señora de la cafetería (ese chico no existe, creo que no lo he visto en mi vida) pudiera decirme lo mismo que el ilusionista o el otro chico, que los de mi clase pudiera un día decirme que era demasiado descarada, y que los hacía sentir incómodos cuando la miraba con ese deseo y esa atención.
Sin embargo, intenté volver a dormirme y retomar el sueño. Seguir soñando con ella de la manera que fuese, aunque me dijese que yo no era más que otra española que había conocido durante su beca, que nunca realmente le importé… me daba igual. Solo quería volver a soñarla. No conseguí dormirme.
Poco después, se suspendieron las clases y empezamos con el período de exámenes. Ya no la veía al ir a clase, cada una estudiaría en su piso, en una biblioteca, o donde fuese, pero no coincidiríamos más, hasta que nos encontrásemos de nuevo en las puertas de un aula. Esas tres semanas se me hicieron eternas, sumergida en montañas de folios y de apuntes, sola en mi habitación, recordando el sueño y sintiéndome culpable por haberlo soñado.

Acabo de salir del último examen de las asignaturas que compartía con ella. Antes de entrar se despidió de nosotros, porque no volveríamos a coincidir, y aprovechaba que su calendario era más corto que el nuestro para poder irse una semana antes a su país. No sé si me vio la cara de tristeza, pero yo sentí como el mundo se caía encima de mí. Todos le deseamos mucha suerte en el examen, un buen viaje y una buena vuelta a casa, y yo no me atreví a decirle nada.
Me siento estúpida. No sé cómo me ha ido el examen, no recuerdo ni las preguntas. Salí del examen y lo único que hice fue venir a refugiarme en mi habitación, sentarme y mirar las paredes, pensando en ella. No me quedé ni a esperarla al salir del examen, no volveré a verla. Con muchísima suerte en un tiempo aceptará alguna de nuestras invitaciones para volver a pasar unos meses en España, aunque en principió las rechazó todas.
No conseguí encontrarla en ninguna red social, ni por su nombre, ni por la dirección de correo a la que nos mandamos los apuntes. En poco más de 24 horas se subirá a un avión y dejará de existir para esta ciudad. No para mí. Desaparecerá completamente, dejándome solo con el recuerdo de estos casi cuatro meses, dejando en estos pasillos su manera de andar y de gesticular; pasillos que en unas horas serán invadidos por las señoras de la limpieza y en los que no quedará ni un rastro de todos los que estuvimos aquí. En poco más de 24 horas se subirá a un avión llevando una maleta con la otra mitad de mí.

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