15 de abril de 2012

Verde

Apago la luz del salón. Subo las escaleras con tan solo la luz que entra de las farolas de mi calle. La puerta de mi habitación chirría, y cuando enciendo el interruptor la claridad me deslumbra por medio segundo. Enciendo una lámpara menos potente y apago la luz más fuerte. Acerco un libro de la estantería a mi almohada. Abro las sábanas y me siento en mi cama.
Reina la paz y el silencio en la calle. La casa, sola, me devuelve el eco de la nevera al ponerse a funcionar. En la calle pasa un coche a lo lejos. Me siento agotada.
Sentada contra el cabecero, me echo las sábanas en las rodillas y abro el libro por la página señalada. Retomo el hilo de la historia en dos frases y me sumerjo entre diálogos y descripciones. Con el silencio como fondo, una idea se me viene a la cabeza. Me he despedido de Sonia sin decirle algo que tenía que decirle. Agarro el móvil, lo conecto a internet, y espero.
Una lista de contactos se abre, y busco el nombre de mi amiga entre los desconectados. De repente, brilla un piloto verde. Un piloto que llevaba mucho tiempo apagado y que debería seguir así.
Veo su nombre y me quedo en blanco. No importa lo que tenía que saber Sonia, su nombre está en verde. Dos movimientos y volveremos a estar en contacto, tras tanto tiempo.
No reacciono. No sé pensar. No quiero pensar. Entró en mi vida como un tornado y se fue igual de rápido, dejando caos y destrucción a su paso. La ruptura fue total, y desde ese momento su nombre había estado en gris. Hacía tanto tiempo que sospechaba que había abierto otra cuenta, lejos de mí y de mis letras. Pero allí estaba, verde, invitándome a cometer de nuevo ese precioso error.
Mucho tiempo más del que admití jamás me llevó reparar mi vida y acostumbrarme a estar sin él. Mucho tiempo me llevó cerrar las heridas que él abrió al irse, tan dulce pero tan cruel en la despedida. Tardé años en aprender a convivir con los fantasmas de las promesas sin cumplir, porque todavía no las he olvidado, y de vez en cuando aún le echan sal a las heridas, para que no acaben de cicatrizar. Meses más tarde conseguí dejar de imaginar todas las cosas que nos quedaban por hacer. Todo lo que nos quedaba por soñar.
Y ese piloto verde que parpadeaba me invitaba a volver a su dulzura y fuerza, a su hermosura. Pero también a su peligro de volver a desaparecer. Ese piloto verde me invitaba, descarado, a volcar todo lo que llevaba en mis libretas en el móvil.
Tan cerca, pero tan lejos.
Sonia ya estaba a millones de años luz.
Mi cama me atrapó hasta que en mi habitación solo éramos tres: mi almohada, mi sábana, y yo. Nadie más, otra vez.

23/08/2011

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