29 de mayo de 2012

Relatos de horror

Soy demasiado susceptible. Es fácil impresionarme, y con la más pequeña historia de terror empiezo a ver, a sentir fantasmas. Por eso, no es muy inteligente por mi parte sentirme tan atraído por los libros de terror o de fenómenos paranormales. Las películas no me llaman, ni las series. Son los libros, son sus páginas en blanco y negro, sus lomos desafiantes y sus serif en las letras los que me retan. Esas historias me traspasan como ninguna otra. El ir leyendo, y creando las imágenes todo lo horribles que pueda mi imaginación no es nada comparable con los efectos especiales con los que pueda contar una película o un cuadro.
Siempre me gustó leer. Desde pequeño devoré los libros del pequeño Nicolás o de Manolito Gafotas. El terror y el horror los descubrí años después, cuando cayó en mis manos, de manera completamente inocente, una antología de Guy de Maupassant. Me quedé impresionado por su manera de describir los fenómenos paranormales, cómo conseguía transmitirme la angustia de los personajes, hasta el punto de sentir compasión por Renardet, de La pequeña Roque, a pesar de haber matado a la niña en un ataque de locura. El Horla me traspasó os huesos y me hizo temblar y tener miedo a salir de la cama la noche en la que lo leí.
Pero eso no era suficiente. Devorado a Maupassant, me desmarqué del terror psicológico y quise investigar en la mitología y en los bestiarios más clásicos del terror. Anne Rice me introducía en su mundo vampírico pero me permitía dormir a pierna suelta, lo que me decepcionaba y aliviaba a partes iguales. Sin embargo, tuve la mala causalidad de leer Frankenstein en una noche de tormenta.
El otro gran clásico de la mitología de terror me espera. En mi mesilla de noche, Bram Stoker me desafía desde su portada oscura con letras rojas, derretidas y brillantes. No es buena idea, estoy solo en casa, el viento aúlla tras las ventanas, pero no lo puedo retrasar otro día más. Lleva una semana observándome desde la estantería, recordándome que la biblioteca espera que lo devuelva cuanto antes, que desea que lo consuma hasta la última letra y pronto. Un amante y sufrido del terror como yo tiene que conocer lo que tiene que contarme, y no puedo esperar más.
Cae la noche pronto, y al contrario que el diario de Jonathan Harker, es noviembre. Sigo la rutina de cada tarde, hasta que a las 8, siendo noche cerrada desde hace un tiempo, acabo con mis obligaciones. Me hago un té con limón, y preparo mi habitación para presentar mis respetos al Conde.
Sentado en cama, con las mantas de rigor por encima, y la estufa a unos metros, abro el volumen. Jonathan Harker me introduce en su viaje, en la burocracia inglesa de su siglo en apenas unas líneas, y me dejo llevar. Pasan las horas, pasan las páginas, y el Conde hace su aparición, elegante, amable, educado y siniestro simultáneamente. Jonathan pasea por el castillo a la vez que Mina, con sus observaciones triviales, me da breves treguas. No hay brutalidad, no hay la sangre que me prometieron, pero puedo ir viendo cómo se va fraguando todo esto bajo la superficie, cómo el conde esconde algo y Joanathan se empieza a sentir preso. Cómo Mina es demasiado inocente, y sospecho que su presencia está justificada por algo más que permitirme relajarme del ambiente opresor del castillo.
Se hace la noche en Transilvania. Jonathan se siente definitivamente preso por ese extraño anciano que parece que lo retiene por ninguna razón. Avanza por los pasillos del castillo, y la tenue lamparilla que ilumina mi libro, como en una burbuja de existencia, va iluminando su pasillo. Se detiene frente a una puerta, tras la cual adivina a tres mujeres extraordinarias que no había visto nunca, ni dentro ni fuera del castillo. Hablan sobre el Conde, y sobre otros temas, mientras Jonathan escucha al otro lado la puerta.
Empieza a llover tras mi ventana. Las gotas, quizás pequeños granizos, repiquetean en el cristal; al otro lado de mi habitación, donde solamente hay oscuridad, destaca la sombra de una chaqueta apoyada en una silla. El viento parece que no amaina.
Jonathan se aleja de la puerta donde están las mujeres, y se da la vuelta. A través de una de las ventanas del pasillo, un relámpago ilumina una de las paredes que hay al otro lado del patio. Una figura humana, pero sobrenatural, trepa por los muros. Como si de una araña se tratase, el propio conde Drácula se desliza por los muros exteriores del pasillo, se introduce por una ventana y desaparece en la masa negra de otro pasillo.
Jonathan se queda paralizado. Se escucha un ruido. Jonathan no, yo escucho un ruido. Al otro lado de mi casa, un golpe como de cristal contra el suelo hace rebotar todavía un pequeño eco agudo. Posiblemente algún vaso mal colocado en la cocina se ha caído contra el suelo. No ha sido nada, sin embargo, la imagen de Drácula trepando por la fachada de mi edificio hace que un escalofrío me divida la espalda en dos. Intento olvidar el vaso y vuelvo a mi libro. No ha sido nada.
Jonathan corre hacia su habitación, seguro de que Drácula sabe que está fuera y de que va a ir a visitarlo. Una brisa fría me llega desde el pasillo, pasando por debajo de la puerta cerrada de mi habitación. La lluvia fuera sigue cayendo, aunque con menos intensidad. Recuerdo que sigo solo en casa, y que tengo que atravesar todo el pasillo para poder llegar a la cocina. No quiero levantarme e ir a mirar, aunque por otro lado, no paro de repetirme que son imaginaciones mías, es la magia de la literatura de terror. En mi casa no pasa nada, son solo sugestiones mías. Sin embargo, me cuesta cerrar el libro y levantarme de cama.
Al abrir la puerta de mi habitación puedo adivinar al otro lado del pasillo la ventana de la cocina entornada. Por ahí se está colando el aire frío de la noche de noviembre. Enciendo la luz de mi habitación para tener alguna iluminación hasta llegar al interruptor del pasillo, al otro lado de éste, y camino en silencio, despacio y midiendo mis pasos, hasta la cocina. Cuando llego a la puerta miro al suelo para encontrar el vaso caído, pero no hay nada fuera de lo normal. Sin embargo, al levantar la vista, veo algo fuera de lugar encima de la mesa.
Me acerco lentamente, y un rayo de luz blanca me permite ver un cuerpo pequeño, peludo y tumbado encima de la mesa. Un cuerpo que reconozco en seguida. Un gato negro, con un collar blanco en forma de horca alrededor del cuello, muerto en mi cocina.
El Gato de Poe.

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